Época: Japón
Inicio: Año 1600
Fin: Año 1868

Antecedente:
La administración Tokugawa



Comentario

La máxima autoridad representativa del Japón clásico era el emperador -a quien se consideraba descendiente de la diosa Amterasu-, si bien quien ejercía el poder realmente era el shogun, quien lo hacía por delegación suya. El emperador y su corte de nobles hereditarios (kuge) residían aislados en Kyoto. Sus recursos financieros eran muy limitados, incluso menores que los de un daimyo de segundo nivel. En la práctica, el emperador Tokugawa se hallaba muy limitado en sus prerrogativas por el shogun, pues hasta las ceremonias se hallaban reguladas por éste. A pesar de esto, en ningún momento el shogunado se planteó acabar con la figura del emperador, a quien se veía como un jefe sagrado, que podía o no tomar parte en la administración del país, pues no estaba obligado a ello. Para los japoneses de este periodo, el emperador ocupaba su lugar correspondiente en la jerarquía, sin cuestionarse su utilidad política, su inoperancia política o su situación efectiva subordinada al shogun. La existencia de la corte de Kyoto no fue nunca objeto de discusión, ni su inexistente papel político. Estaba más allá de cualquier interpretación, siendo considerada como algo intrínseco e inherente al país: el emperador "era" el país. De la misma forma que cada individuo, como cada objeto de la Naturaleza, debía ocupar su lugar correspondiente en la jerarquía y la estructura social, sin que ello diera lugar a discusiones, tampoco el papel del emperador a la cabeza del sistema jerárquico japonés llegó a ser cuestionado.
Este régimen de cosas acabó sin embargo a finales del siglo XIX, con la Reforma Meiji. Bajo la consigna Sonno Joi ("Restauremos al emperador y expulsemos a los bárbaros", los reformadores Meiji intentaron "mantener al Japón incontaminado y restaurar la edad de oro del siglo X, antes de que existiera el "poder dual" del emperador y el shogun", en palabras de R. Benedict (El Crisantemo y la Espada, 1946). A partir de 1868, pues, una alianza samurai derroca al Bakufu y restaura el poder imperial; el emperador Mutsu-Hito traslada la corte a Edo, rebautizada como Tokio, y (1889) entrega al pueblo la Constitución del Japón. Con este cambio el emperador deja de ser una figura meramente decorativa para desempeñar un papel más activo y con mayor presencia de cara al pueblo, aunque, en cualquier caso, no se produce en modo alguno un menoscabo de su papel reverenciado y sagrado. La Constitución Meiji, pese a la apertura que significó con respecto a la situación anterior, estableció mecanismos para evitar que el emperador, puesto que deja de ser una figura oculta al pueblo, pudiera verse envuelto en un conflicto con el mismo, lo que se consideraba "indigno del espíritu del Japón". Por esto se aseguró de afirmar que el carácter del emperador era "sagrado e inviolable", no pudiendo ser responsabilizado por la actuación de sus ministros y desempeñando su papel de símbolo supremo de la nación.

Los reformistas Meiji se ocuparon de transferir hacia el emperador la fidelidad que el pueblo debía a los señores feudales.

Todos los ciudadanos, como en tiempos pretéritos, mantienen una deuda (on) hacia el emperador por el mero hecho de existir, cuya devolución (chu) no se produce sino parcialmente y sin límite de tiempo.

A pesar de la Reforma, el emperador continuó en su reclusión. Era función suya investir a los gobernantes políticos con su autoridad, aunque no era competencia suya dirigir al Gobierno ni el Ejército, ni dictar directrices políticas.

La figura del emperador conservó, si no se acrecentó, el máximo respeto, convirtiéndose en un símbolo para sus súbditos. Sus apariciones públicas, escasas, fueron rodeadas de la correspondiente esfera de veneración. Los congregados debían, en el máximo silencio, agacharse ante su presencia ni alzar sus ojos para mirarle. En las calles, todas las ventanas de las casas, por encima de la planta baja, debían quedar cerradas, pues ninguna persona podía mirar desde arriba al emperador. No sólo con el pueblo, también con los gobernantes y administradores el protocolo era muy rígido. Cuando se hallaba enfermo o a punto de morir, todo Japón se convertía en un templo en el que se rezaba por su salud.